Estamos acostumbrados al discurso ambientalista generalizado por los
medios de comunicación y por la conciencia colectiva.
Pero hay que reconocer que restringir la ecología al ambientalismo es
incidir en un grave reduccionismo.
No basta una producción de bajo carbono pero manteniendo la misma
actitud de explotación irresponsable de los bienes y servicios de la
naturaleza.
Sería como limar los dientes de un lobo con la ilusión de quitarle su ferocidad.
Su ferocidad reside en su naturaleza, no en sus dientes. A
lgo similar ocurre con nuestro sistema industrial, productivista y consumista.
Está en su naturaleza tratar a la Tierra como un mostrador de
mercancías a ser colocadas en el mercado.
Tenemos que superar esta visión si queremos alcanzar otro paradigma de
relación con la Tierra y así parar un proceso que puede llevarnos al
abismo.
Estamos cansados de medio ambiente. Queremos el ambiente entero, es
decir, una visión global del sistema-Tierra, del sistema-vida y del
sistema-civilización humana, formando un gran todo, hecho de redes de
interdependencias, complementaciones y reciprocidades.
Con razón la Carta de la Tierra tiende a sustituir medio ambiente por
comunidad de vida, pues la biología y la cosmología modernas nos
enseñan que todos los seres vivos son portadores del mismo código
genético de base – los veinte aminoácidos y las cuatro bases
fosfatadas– desde la bacteria más originaria surgida hace 3,8 mil
millones de años, pasando por las grandes selvas, los dinosaurios, los
colibrís y llegando hasta nosotros.
La combinación diferenciada de esos aminoácidos con las bases
fosfatadas origina la diversidad de los seres vivos.
El resultado de esta constatación es que un lazo de parentesco une a
todos los vivientes, formando de hecho una comunidad de vida que debe
ser «cuidada con comprensión, compasión y amor» (Carta de la Tierra,
n. I, 2).
Lo que Francisco de Asís intuía en su mística cósmica, llamando a
todos los seres con el dulce nombre de hermanos y hermanas, nosotros
lo sabemos por un experimento científico.
Entre esos seres vivos resalta el planeta Tierra. Desde los años 70
del siglo pasado se afirmó, en gran parte de la comunidad científica,
primero la hipótesis, y desde 2001 la teoría de que la Tierra no solo
tiene vida sobre ella.
Ella misma está viva, y ha sido llamada por su formulador principal,
James Lovelock, y en Brasil por José Lutzenberger, Gaia, uno de los
nombres de la mitología griega para la Tierra viva.
Ella combina lo químico, lo físico, lo ecológico y lo antropológico de
forma tan sutil que se vuelve siempre capaz de producir y reproducir
vida.
En razón de esta constatación la propia ONU, en una famosa sesión
general el 22 de abril de 2009, aprobó por unanimidad llamar a la
Tierra, Madre Tierra, Magna Mater y Pachamama.
Es como decir que ella es un super Ente vivo, complejo, a veces
contradictorio a nuestros ojos (hace convivir el orden con el
desorden), pero siempre generadora de todos los seres, en sus
distintos órdenes, especialmente es gestadora de los seres vivos,
máxime de los seres humanos, hombres y mujeres.
Se añade aún este dato, que, según el bioquímico y divulgador de
asuntos científicos Isaac Asimov, es el gran legado de los viajes
espaciales: la unicidad de la Tierra y de la humanidad.
Desde allá arriba, desde las naves espaciales y la Luna, dice él y lo
confirman los astronautas, no hay diferencia entre ser humano y
Tierra. Ambos forman una única entidad.
En otras palabras, el ser humano, dotado de inteligencia, de cuidado y
de amor resulta de un momento avanzado y altamente complejo de la
propia Tierra.
Esta evolucionó hasta tal punto que comenzó a sentir, a pensar, a
amar, a cuidar y a venerar, como ya señalaba el gran cantor y poeta
argentino indígena Atahualpa Yupanqui.
Y he aquí que irrumpió el ser humano en el escenario de este minúsculo
planeta Tierra. Por eso se dice que el hombre deriva de humus: tierra
buena y fértil; o adamah en hebreo bíblico: hijo e hija de la tierra
arable y fecunda.
Todo ese proceso de la gestación de la vida sería imposible si no
existiese todo el sustrato físico-químico (la escala de Mendeleiev)
que se formó hace miles de millones de años en el corazón de las
grandes estrellas rojas, que al explotar lanzaron tales elementos en
todas las direcciones, creando las galaxias, las estrellas, los
planetas, la Tierra y nosotros mismos.
Por lo tanto, esta parte que parece inerte, también pertenece a la
vida, porque sin ella, ayer al igual que hoy, la vida y la vida humana
serían imposibles.
La sostenibilidad –categoría central de esta visión– es todo lo que se
ordena a mantener la existencia de todos los seres especialmente los
seres vivos y nuestra cultura sobre el planeta.
¿Qué concluimos de este rápido recorrido? Que debemos cambiar nuestra
mirada sobre la Tierra, sobre la naturaleza y sobre nosotros mismos.
Ella es nuestra gran madre que al igual que nuestras madres merece
respeto y veneración. Es decir, conocer y respetar sus ritmos y
ciclos, su capacidad de reproducción, no devastarla como hemos hecho
desde el adviento de la tecnociencia y del espíritu antropocentrista
que piensa que ella solo tiene valor en la medida en que nos es útil.
Pero ella no necesita de nosotros, somos nosotros los que necesitamos
de ella.
Este paradigma está llegando a su límite, porque la Madre Tierra está
dando señales inequívocas de estar extenuada y enferma. O reinventamos
otra forma de atender nuestras necesidades vitales en relación con la
Tierra o ella, que está viva, podrá no querernos más sobre su suelo.
Asumir esta nueva mirada y esta nueva práctica es para mí el gran nudo
y el desafío decisivo de la cuestión ecológica actual.
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